Recuerdo que recibí mi cumpleaños con una tristeza profunda e indescriptible. Era mi cuarto cumpleaños, un día que debería haber estado lleno de emoción, pero en cambio, pasó desapercibido. No hubo globos, ni pasteles, ni celebraciones.
A una edad tan temprana, no entendía del todo por qué nadie prestaba atención, pero la sensación de ser olvidada me dejó una huella duradera. Los cumpleaños son momentos de alegría y conexión, pero el mío se sentía vacío. No se trataba de los regalos ni de la fiesta, se trataba de la ausencia de cariño, de la falta de reconocimiento por un día que debería haber sido especial.
Ese día me enseñó una lección importante: la importancia de demostrar a los demás que nos preocupamos, especialmente en días destinados a celebrar.